martes, 13 de septiembre de 2016

SIEMPRE TENGO DONDE IR

Recuerdo esas mañanas en la casa de mi abuela en Laborde. Me levantaba a las 6 A.M con mi abuelo. Él preparaba el mate y yo iba a comprar el pan. Por esos días, pleno verano, a esa hora el sol ya iluminaba casi todo, porque quedaban retazos de cielo oscuro que le daban al cielo un color maravilloso. El rocío que la noche dejaba en el pasto humedecía mis pies, mientras el olor a eucaliptus, que más tarde serían los arcos del partido, inundaba el aire transparente del verano. Cuando regresaba con el pan listo, mi abuelo me esperaba con la pava caliente, el mate amargo listo y una sillita para que desayunáramos. Nos sentábamos debajo de un clarín de guerra enorme que daba una sombra todavía mas grande. Ese árbol era un ecosistema en sí mismo. Cientos de abejas zumbaban volando, buscando el polen de sus flores naranjas. Era un espectáculo digno de admirar. Volaban hasta elegir la flor, se metían en ella y salian con las patitas amarillas. Fantástico. De todas formas, lo que a mi me fascinaba era ver a los colibrís. Pájaro pequeño cuyas alas se agitan tan rápido que desaparecen al ojo humano. Tienen colores oscuros, casi siempre azules o verdes. Yo me los quedaba mirando por horas. Es algo hermoso poder observar a los colibrís trabajar. No se si tendré otra oportunidad de apreciar un espectáculo natural tan puro como ese que veía en mi niñez. Ahora forma parte de mi memoria, y es el lugar a donde siempre puedo regresar.

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