La cotidianeidad se puede hacer literatura. Intento hacerlo. No prometo buen resultado.
lunes, 25 de septiembre de 2017
CAMINATA
Aristófulo caminaba por el desierto descalzo. Las plantas de sus pies perdían la piel culpa del calor abrasador del mediodía.
Las aguas de los oasis solo calmaban el ardor de las carnes vivas al fuego. Solo era una postergación del dolor que provocaba el caminar sobre la arena penetrante, pero él no lo notaba. Quería mantener los pies en el agua, aunque esta fuera una acción efímera. Debía seguir caminando, debía seguir quemándose, debía seguir soportando el dolor insoportable hasta llegar al próximo oasis que cada vez se alejaba más.
Allá a lo lejos, los buitres se comían a uno de los suyos. El hombre había llegado al final de su vida y los buitres vinieron por él. Funcionan mecánicamente. Cuando a algún ser humano le llega la hora de morir, los buitres se encienden y apuntan sus picos carnívoros, ansiosos de carne semi muerta en la que se transforman los hombres que caminan por el desierto.
Aristóbulo es uno de los tantos miles de millones que caminan por el desierto. Y a todos, en algún momento, los buscarán los buitres. Mientras tanto hay que caminar. El sol quema, la arena duele, los pies se mueven hacia aquella dirección indefinida a la que hay que llegar.
Aristóbulo no quiere que le duelan más los pies, no quiere soportar más el calor. Quiere llegar al próximo Oasis. Llega. Introduce los pies en el agua y se calma. Es lo que lo mantiene como caminante, el placer que le produce el agua fría, la sombra de las palmeras, las frutas que puede comer de los árboles que brotan en esos lugares epicúreos.
Caminar, siempre caminar, buscando los oasis, tratando de entender que los oasis lo único que hacen es olvidar quienes lo esperan. O mejor dicho, quienes están esperando encenderse para buscarlo. Algún día lo encontrarán.
Mientras tanto, Arístofulo sigue caminando, se sigue quemando como los miles de millones junto a él.
El desierto no perdona. Los buitres tampoco.
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