La cotidianeidad se puede hacer literatura. Intento hacerlo. No prometo buen resultado.
lunes, 30 de octubre de 2017
EL ARTE DEL CUCHILLO
Una sola vez vi a un hombre forjar un cuchillo. Tenía unos ocho o nueve años y fue durante un verano.
Toda mi infancia fui de vacaciones al pueblo donde viven mis abuelos. Criado en una ciudad, esperaba con ansias cada verano para ir hacia ese lugar y hacer vida de pueblo. Levantarse temprano con el canto de las chicharras que anunciaban un calor sofocante típico de lugar húmedo, desayunar chocolatada fría, ir al mercado a comprar las verduras y la carne para el mediodía, y a la vuelta pasar por la panadería a comprar el pan.
Las tarde eran de fútbol, salvo que lloviera y el barro, combinado con el reto maternal de la abuela, no permitieran juntarse a jugar. Una de estas tardes, las lluviosas, acompañé a mi abuelo a tomar mates a un taller de herrería que quedaba a la vuelta de su casa.
A esa edad me encantaba ir a las charlas de los mayores y sobre todo en el pueblo. Esos hombres no guardan las formas ante un niño. Hombres duros, de asado, vino y mucho trabajo, no contemplan la inocencia de la infancia sino todo lo contrario. El niño debe aprender de ellos.
El taller, recuerdo, estaba muy sucio. Me llamó la atención la tierra en el piso. Retazos de hierros se dispersaban por todo el lugar. Mesas, estantes y suelo y yo, un niño, me puse a jugar. Estaba intentando armar un fuerte, un castillo para los muñecos que había llevado cuando comencé a escuchar martillazos. Me acerqué a la ronda de hombres y pregunté que eran esos golpes.
‘’Están haciendo un cuchillo’’ me dijo alguien con voz grave. Quise ir a ver. La curiosidad me invadía pero antes de permitirme ir me obligaron a integrarme a la ronda y tomar un mate amargo típico de taller. No pude contener mi cara de asco pero lo tomé y lo entregué al correspondiente cebador.
‘’Ahora sí, andá’’. Cuando me dirigía , me advirtieron: ‘’ No lo molestes, miralo nada más’’.
Caminé hacia el patio del lugar y me asomé por la puerta. Había una forja con fuego y un trozo de hierro semienrojecido, un yunque de acero macizo y un tambor cortado lleno de líquido. Creí que era agua pero después supe que era aceite.
Al lado de la forja, un hombre miraba el hierro ya naranja producto del calor. Tenía alrededor de 50 años. Era grande, muy grande, de pecho fornido y espalda ancha. Me fascinaba el tamaño de su brazo derecho, mucho más grande que el izquierdo. Las gotas de sudor corrían por su frente arrugada, y el torso brillaba por la transpiración producto del calor de la tarde.
El hombre ni se inmutó ante mi presencia. En un momento, el hombre tomó el hierro de la forja, lo colocó en el yunque, lo miró y comenzó a martillar. Ahí entendí por qué el brazo derecho era más grande. Lo hacía con pasión y paciencia. Le fue dando forma hasta que tuvo una hoja de cuchillo y su espiga. En ese momento lo volvió a calentar en la forja un momento, largo para mirarme y sonreir pero corto como para mantenerse en silencio y concentrado. Tomó la hoja al rojo vivo y la introdujo en el tambor de aceite. La llamarada que expulsó me asustó. Él lo notó y me dijo ‘’ ¡ no te asustes chango!’’ con voz ronca, grave, rasposa, denotando mucho recorrido de caminos rurales, desamores y tragedias.
Cuando se enfrío, me llamó y me preguntó si la hoja estaba derecha. Le dije que si y me dijo ‘’ tenés buen ojo. Si volvés te voy a hacer un cuchillo así tenés el tuyo’’.
En ese momento, mi abuelo me llamó para irnos. Me despedí y nos fuimos a la casa. Me quedé pensando en ese hombre del cuchillo y su promesa hasta que me dormí.
Nunca más tuve la oportunidad de ir a ese taller ni de ver a ese hombre. No tuve mi cuchillo ni tampoco conozco el destino del que vi forjar. Andará por ahí, haciendo su trabajo.
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