Otro día en el cual soy un engranaje en una maquinaria que me
trasciende, me invade y me transforma como toda trascendencia.
Miro por la
ventana. No llueve.
El perro que acompaña mis días espía por el vidrio y siento
el amor en su mirada.
Las personas pasan ante mis ojos mientras el agua caliente
corre por mi garganta y pienso que todos y todas somos piezas de esa maquinaria
infernal que nos transforma en entes de rendimiento, actuando como cosas vacías,
casi autómatas, salpicados con destellos de distracciones que asociamos a la
felicidad.
Todo está pensado para ser entes reemplazables en casos de no rendir
lo que la máquina pretende que rindamos.
Somos intercambiables y, sobre todo, invisibles.
Y la máquina lo sabe. Nuestro rol se ha transformado en sustancia.
El imperativo categórico ha dejado de ser moral y abstracto para dar paso al
imperativo de la praxis, una praxis mundana, aburrida, basada en la
productividad.
Poco a poco nos vacían de contenido, de preguntas, de asombro y
de imaginación, pero, sobre todo, nos convierten en entes sin compromiso con las
cuestiones que son hacen humanos.
El único compromiso que conocemos es el
económico.