jueves, 5 de enero de 2017

PERDERSE

El aire transparente del verano. El rocío que deja la noche en el pasto. El sol que asoma sus tibios rayos. El cielo se ilumina despejado. Las mañanas veraniegas en los pueblos de la pampa húmeda argentina suelen tener características muy especiales, y me atrevo a decir con toda seguridad que esas mañanas son más que disfrutables para un niño, aunque eso lo aprenda después, cuando ya no las disfruta, no porque no tenga el goce, sino porque ya no asiste al lugar. Dicen quienes saben que es por una cuestión de maduración que uno ya no asiste a esos lugares. Dicen que crecemos, pero para mí es porque a medida que la vida avanza, cada vez duele más volver a esos lugares y a medida que la vida avanza, la vida nos quita personas que hacen especiales esos lugares y momentos. No me quiero perder. O sí. Me quiero perder. Me quiero perder de nuevo en esas mañanas maravillosas de señoras barriendo la vereda, mi abuela yendo al mercado del pueblo a comprar papas, huevo, carne para hacer milanesas y el vino infaltable de mi abuelo. Pobrecito, tomó tanto en su vida que se terminó durmiendo en la eternidad por una enfermedad producto de aquello. Basta, no me quiero detener en eso, porque siento que juzgo a una persona por sus actos, y no soy quién para hacerlo. Me quiero perder en los pelotazos en la pared del galpón , en la guerra de piñas entre las ramas de los enormes eucaliptus que cuando los trepás te llenán de savia, en el ring raje, internarnos en los campos para intentar la venta de alimento balanceado para los ganaderos. Puedo asegurar que esas son las mejores mañanas para la niñez. Imaginá el resto del día.

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